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Culebrón de frontera.


Li Mei vivía en la frontera, esa que separaba al glorioso imperio de los Han de las vastas estepas dominadas por la belicosa etnia xiongnu. Aquí, la civilización y tras la gran muralla, la más completa barbarie. En el primer asalto exitoso, Naranbaatar, héroe xiongnu, había llevado la muerte al hogar de Li Mei, ocasionándole la viudez y otras tribulaciones más mundanas. Aparte de ultrajarla por primera vez, la despojó de todas sus pertenencias de valor.

Durante cinco años se repitió esta historia. Cada vez que los bárbaros lograban franquear los altos muros, asolaban las regiones fronterizas del imperio, sometiéndolas al más cruel vandalismo. Durante cinco años, Li Mei soportó estoicamente los abusos y tropelías de Naranbaatar. Al parecer, el joven guerrero la había elegido como algo de su propiedad, como si la mujer, que aún era hermosa, fuera su botín personal al que accedía sin miramientos cada temporada. Por eso, ningún camarada osó nunca meterse con ella.  El año que Naranbaatar no participó en la expedición de la horda, la casa de Li Mei fue la única que quedó intacta luego del ataque. Pronto los vientos estivales trajeron una noticia que dejó a Li Mei en la más insondable perplejidad. Se decía que el gran guerrero había sucumbido ante la belleza de una joven de su tribu, que se había casado y que esperaba a su primogénito.

Sin embargo, como es sabido, el modo de vida de un salvaje estepario no puede ser cambiado de la noche a la mañana. El destino volvió a llevar al fiero saqueador hacia la frontera. Tras la muralla, lo esperaba esa mujer a quien tomaría una vez más y la despojaría de sus granos, sus tejidos y los objetos de porcelana que tuviese. Ya mientras cabalgaba como endemoniado por aquellos páramos inhóspitos, podía sentir el fragor de la lucha de los cuerpos en que uno terminaría poseyendo al otro de manera brutal y primitiva. Recordó que la última vez que había sometido a Li Mei, en un momento fugaz y casi imperceptible, ella había movido su pelvis de un modo distinto al que tradujo como amistoso y prometedor.

De una patada, derribó la puerta de madera y entró con la violencia de un rayo. Estaba dispuesto a raptarla y hacerla su concubina, pero allí, en la penumbra, una sombra escurridiza no le dio tiempo. El relampagueo de una daga cruzando el aire y también la garganta del gran guerrero frenó el ataque en seco. La sangre manó como manantial virgen preludiando el fin de la historia. Ya en sus últimos retorcijones, Naranbaatar contempló a Li Mei, metal en mano. No era la misma. Sus ojos rencorosos ardían llenos de un despecho insondable. Sus ansias de venganza electrizaron el aire haciéndola desaparecer durante segundos eternos entre aquellos hilos de luz que perforaban la casa. Era el amor laberíntico y encriptado que se manifestaba tan indescifrable como de costumbre sin más razones que las suyas. Mientras tanto, afuera, el espectáculo era terror, muerte y fuego.   

                                                                                                                       Marcelo Sosa

Comentarios

  1. Excelente relato del excelso escritor de nuestra ciudad el profesor Marcelo Sosa. Cada palabra en su sitio con una armonía prudente para manejar un ritmo narrativo al que nos tiene acostumbrado y que tanto cautivan. Felicitaciones

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